Homenaje a Julio Cortázar, en sus cien años de nacimiento.
Por: Germán Uribe
Este año se cumplen 100 de
su nacimiento y 30 de su muerte. Julio Cortázar fue uno de los más grandes
escritores latinoamericanos. Tributo con una devota ojeada a su vida y su obra.
Bordeando mis 20 años,
cuando residía en el barrio Saint-Germain-des-Prés, en París, a comienzos de
los años sesenta, nada para mí fue más excitante que aquel constante merodeo
que me impuse alrededor de un cafecito ubicado sobre el bulevar Saint-Germain,
en el corazón del Barrio Latino y muy cerca de dos de los más emblemáticos
cafés de la intelectualidad francesa, epicentro ambos del auge del
existencialismo en aquel tiempo, el Flore y Les Deux Magots. Se trataba del Old
Navy. Sabía entonces que este pequeño local era la trinchera en la que se
parapetaba por horas ese coloso de descomunal armadura literaria a quien los
escritores noveles leíamos con irrefrenable fascinación.
Contrario a lo que me
ocurrió con Sartre, razón de ser de mi desplazamiento a París en donde
adelantaría estudios de Filosofía y Letras en la Sorbona como calculado truco
para conocer personalmente al más grande de los filósofos vivos de la época, y
a quien vi y abordé en varias oportunidades, con Cortázar me fue mal. En cierta
ocasión, no obstante, luego de mirar por enésima vez hacia adentro del
cafecito, me pareció ver en una mesa del fondo, muy próximo a la barra de
licores, una figura que podría haber sido la suya pero que por la duda jamás
pude declarar con certeza que había atrapado a mi objetivo. Y vea pues, semanas
más tarde, la amiga que me acompañaba ese día en mi rutinario fisgoneo me dijo:
“Sí que era Cortázar, te lo puedo asegurar”.
Esta evocación del Julio
Cortázar que no pude conocer me deja un consuelo. Las dificultades semejantes
que sufriera García Márquez cuando se propusiera igual empresa, aunque
probablemente su perseverancia fue mayor que la mía, y su surte más
complaciente. Contó Gabo al respecto: “Alguien me dijo en París que él escribía
en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias
semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que
se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable
abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy
separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido
ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Lo
vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada
más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y
guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el
escolar más alto y más flaco del mundo".
Cuando se menciona a Julio
Cortázar a menudo se piensa que se trata de un escritor argentino a secas. Pero
pocos saben de su nombre completo o de su lugar de origen, por lo que de
entrada señalemos que Julio Florencio Cortázar Descotte era Belga, nacido en la
embajada gaucha en Ixelles, suburbio de su capital Bruselas, el 26 de agosto de
1914, a un mes escaso del comienzo de la Primera Guerra Mundial, y que por lo
tanto fue un escritor Belga de origen argentino, y que solo a sus cuatro años
el pequeño “Cocó”, como se le apodaba, vino a conocer Buenos Aires.
Este hombre de presencia
monumental alcanzaba una altura mayor al metro noventa. Al decir de Gabo,
“parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de
crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido”. Su
semblante dejaba traslucir la curiosa mirada de un niño socarrón que parecía
existir en función de las paradojas y las bromas “serias”. Fue químicamente un
gocetas incurable que entre salto y salto sobre su rayuela memorable, y con un
enfoque lúdico, terminó por formular un nuevo estilo en el domino de la
literatura con un fascinante juego que entremezclaba lo real con lo fantástico.
Aunque buena parte de su
vida vivió en Argentina, desde 1951 se radicó en París. En 1932 se hizo maestro
Normal, profesor de Letras y más tarde traductor público de inglés y francés,
título que requiriendo tres años, él alcanzó en nueve meses, lo que
aparentemente le provocó una neurosis caracterizada entre otros síntomas por la
obsesión de encontrar cucarachas en las comidas. No hay que olvidar que en el
origen de tales obsesiones recurrentes en él, están sus legendarios Cronopios.
Enfermizo en su infancia,
hizo de su cama un templo para la lectura. A los nueve años se sumergió en
Edgar Allan Poe, Julio Verne, Victor Hugo y, quien lo creyera, del mismísimo
diccionario Pequeño Larousse. Y como escritor prematuro baste saber que a los
diez años ya había escrito algunos cuentos y poemas y una novela breve que
según él fue una suerte saberla perdida en alguno de los trasteos familiares.
Muy temprano se hizo
fanático del boxeo, como lo fuera más tarde del cine y del jazz. ¡Y de qué
manera! Incluso no fueron pocos sus intentos por desarrollar teorías o, por qué
no, alguna especie de filosofía relativa a estas sus tres devociones.
Pero su remoto comienzo de
escritor formal se da con su relato “Bruja”, incluido en “La otra orilla” su
primer libro de cuentos. Y por ahí sigue con “Casa tomada”, “La urna griega en
la poesía de John Keats”, y vaya usted a saber cuántos cuentos, novelas, poemas
y ensayos más escribió este ingenioso maestro de las letras y actor
principalísimo del boom literario latinoamericano. Acotemos únicamente esto: el
autor de Rayuela, forcejeó exitosamente con poemas en prosa e incluso en verso
y brillantes libros híbridos como “Pameos y meopas”, “Un tal Lucas”, “Historias
de cronopios y de famas”, “Último round” y “Salvo el crepúsculo”.
La primera vez que abandonó
su seudónimo de Julio Denis que acostumbró por algún tiempo fue en 1948 a raíz
de la publicación del poema dramático “Los reyes”, y ya con su Julio Cortázar a
cuestas, arranca con su primera novela, “Divertimento”, un anuncio en
profundidad de su famosísima “Rayuela”, y con su primer fracaso, “El examen”,
descalificada por Guillermo de Torre de la editorial Losada. Más tarde publica
“Bestiario”, de escaso reconocimiento por entonces. Y ya desencantado con esto
y aquello y con Perón, decide jugarse su vida y someterse a la manera de César
Vallejo a morir en París...
Allí, pronto conoce a Aurora
Bernárdez, hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez, escritora y traductora y
finalmente su albacea, con quien se casa y conserva una unión marital entre
1953 y 1967. Con ella tradujo la obra completa de Poe. Entre el 67 y el 70 vive
con la lituana Ugné Karvelis quien lo anima para la política, y entre 1970 y 1982,
se une en matrimonio con la escritora estadounidense Carol Dunlop. Con Carol se
zambulle en un mundo de sensaciones tan intensas como poéticas. Testimonio de
ello es ese hermoso libro de amor que denominó “Los autonautas de la
cosmopista”, narración de un viaje en pareja y soledad que hicieron entre París
y Marsella en una camioneta Volkswagen a la que llamó Fafner en honor a Wagner.
Pero ninguna felicidad puede sobreponerse a la muerte. Ésta logró arrebatarles
aquella comunión de pasiones y sueños cuando en 1981 Carol, a la edad de 36
años, muere víctima de un cáncer. Finalmente, ausente de su universo cotidiano
esta maravillosa compañera, vuelve Aurora Bernárdez a cuidar al ahora enfermo
Cortázar, ocupándose de él hasta en el más mínimo detalle y hasta el último de
sus días.
Constante en su existencia
fue su posición política de izquierda. Un trasgresor que blandía con
fundamentos políticos, sentimientos de solidaridad y consignas de amor
ejemplarizantes.
En 1981 padeció una
hemorragia gástrica superándola milagrosamente. Dos años después visita por
última vez Argentina cuando ésta ya estaba de regreso a la democracia. De
vuelta en París, recibe del presidente François Mitterrand la nacionalidad
francesa.
Aunque podría decirse que
quien murió (y dicen que con los zapatos puestos) de leucemia (la versión de
que fue de sida por una transfusión de sangre es apenas una especulación) en el
renombrado hospital Saint- Lazare la tarde del domingo 12 de febrero de 1984,
no fue otro que un afamado escritor de nacionalidad francesa, la verdad es que
aquel infarto letal que lo condujo a la inmortalidad se llevaba a uno de los
más grandes escritores argentinos de todos los tiempos.
En la mañana del martes 14,
el coche funerario que transportaba sus restos mortales salió desde su
residencia en la rue Martel en dirección al cementerio de Montparnasse. Sus más
cercanos amigos y una muchedumbre de jóvenes inconsolables se volcaron para
depositar el cajón y sobre él, un millón de flores y lágrimas al lado de la
tumba de su eterna amada Carol Dunlop.
Este Cronopio Mayor, con sus
Famas y Esperanzas irrepetibles, vivirá en el corazón de los hombres por el
mismo tiempo que dure la literatura en la memoria humana.
Tomado de la revistasemana.com.co
guribe3@gmail.com
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