Prólogo del libro “La mansión de
Araucaima: relato gótico de tierra caliente y otros” de Álvaro Mutis, en el que
Gabriel García Márquez describe a uno de sus más cercanos amigos.
MI AMIGO
MUTIS
Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el
pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna
contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en
este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le
gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión
para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más
propicia que ésta.
Alvaro contó entonces cómo nos había
presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro
parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años,
cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que
me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de
música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no
teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos
clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con
un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que
entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de
violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años, hasta aquella tarde en su
casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño
Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un
camello.
"Carajo", le dije
derrotado."De modo que eras tú".
Lo único que lamenté fue no poder
cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música
juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy
a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y
que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Alvaro había sufrido ya los muchos
riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de
la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque
creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que
él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en
este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos
Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se
equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental
de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia
pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El
cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa
aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le
iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las
víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la
puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían
fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más grato había tenido
que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico
del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd
comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le
preguntó quién iba dentro, le dijo: "El señor obispo". En un
restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de
agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los
Intocables que Alvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de
vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta
al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié desde siempre es su
generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo
ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se
ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga
a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros
secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo,
convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado más que yo de
esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer
ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: "Ahí tiene, para que aprenda".
Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo
aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento
distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese
sistema salvador ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad.
Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los
capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el
mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos
por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban
después tal como Alvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus
aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente
me llamó indignado:
"Usted me ha hecho quedar como un
perro con mis amigos", me gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver
con lo que me había contado".
Desde entonces ha sido el primer lector
de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que
por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él
tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi
todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta
amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es
simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos
vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos.
Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para
estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad
elemental, y Alvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que
es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila, con un
amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde
Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación
alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso
óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin
explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho
nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo
he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle
mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es
que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto
nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo,
y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las
horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y
letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300
kilómetros sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en
Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.
Sin embargo, la enseñanza más
enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga,
enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos
recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque
nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: "País de grandes
ciclistas y cazadores". Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó
que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos
de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta
en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe,
porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los
libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa
escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París, esperando
que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una
cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y
extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la
típica acidez francesa: "Es un descaro pedir limosna con semejante suéter
de cachemir". Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.
En Roma, en casa de Francesco Rosi,
hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la
flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante
horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano
inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona
recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había
escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un
verso suyo me había inquietado desde que lo leí: "Ahora que sé que nunca
conoceré Estambul".
Un verso extraño en un monárquico
insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía
Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la
razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso
conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco
lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un
instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el
poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Alvaro es un anciano de 70
años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un
verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de
veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a
través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima
en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la
derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la
sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y
Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que
el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo
único que recuerdo de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al
lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que
parecía decir:
"¡Pero qué está haciendo este
pendejo!".
Estos exabruptos de Alvaro nos
sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina
Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo
desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya
una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo
inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche
que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos
advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había
hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo
con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día
en los almacenes Macy's, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los
servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma
serenidad tenebrosa de su hijo:
"No se preocupen. También Alvarito
se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le
va".
Por supuesto que le iba bien, si era
una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto
por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera
que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas,
de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo
conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar
a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga
Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un
sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le
envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna,
esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su
descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura
quimérica y la desolación interminable de su poesía.
Lo he visto escondido del mundo en las
sinfonías paqui-dérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti.
Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas
largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras
completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de
vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena
condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la
cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos
escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él
considera los más felices de su vida.
Siempre pensé que la lentitud de su
creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba
agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso,
y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los
mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace
muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al
día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus
aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de
los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.
Basta leer una sola página de
cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Alvaro Mutis, su
vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca
volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él,
como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos con esta azarosa conclusión,
quienes hemos venido esta noche a cumplir con Alvaro estos 70 años de todos.
Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar,
y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto
lo queremos.
Gabriel García Márquez
Biblioteca Familiar Colombiana
Presidencia de la República
Tomado de la Revista Semana
TEXTO EXTRAIDO
DE http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/literatura/mansion/lmda7.htm
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