domingo, 26 de mayo de 2013

NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA

                                           Nicolás Gómez Dávila en su biblioteca.
El 18 de mayo se cumplieron 100 años del nacimiento del filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila. A propósito de la celebración, Arcadia recuerda este artículo en el que se rescata la recepción alemana de su obra.
“…Quiero que esta voz, única convincente de la sutil devoción y la antimodernidad en nuestros días, sea escuchada”, es la introducción que hace Botho Strauß, célebre escritor y dramaturgo alemán en un ensayo efusivo publicado en Alemania sobre el bogotano Nicolás Gómez Dávila. Martin Mosebach, ganador en el 2007 del premio literario Georg Büchner, el más prestigioso de Alemania, lo visitó varias veces en su casa en Bogotá, y no hay entrevista o columna en la que no reitere que se reconoce como su vástago in spiritu. Hans Magnus Enzensberger publicó una exquisita edición limitada de sus aforismos. El Instituto Cervantes convocó en Berlín hace algunas semanas, en un coloquio sobre su legado intelectual, a los filósofos Fernando Savater, Carlos B. Gutiérrez y Franco Volpi. Hoy en día en las librerías alemanas se encuentran al menos siete recopilaciones de sus textos. Revistas especializadas, así como decenas de blogs filosóficos y literarios y teológicos y demás, exploran sus pensamientos. Y ahora resulta que Harald Schmidt, el más agudo comediante y autor satírico alemán vivo, usa una de sus sentencias para presentar su último best seller. Sin querer sobreestimar las proporciones de lo que eso pueda significar, algo es claro: Nicolás Gómez Dávila ocupa (por lo pronto entre escritores y filósofos –y comediantes–) un lugar en la vida intelectual alemana de estos días.
De Europa a Bogotá
La vida de Gómez Dávila fue como de otra era: nació en Bogotá en 1913 en el seno de una familia aristocrática. Viajó a los seis años con la familia a París. Allí fue educado por sacerdotes benedictinos, y debido a una neumonía grave, por profesores particulares con quienes aprendió griego y latín (más tarde inglés, alemán, italiano). En 1936 regresó a Bogotá. En 1948 ayudó a fundar la Universidad de los Andes. Desde entonces, se enclaustró en una casona, reunió treinta mil libros y apuntó paciente, anárquicamente, más de dos mil aforismos en los que embiste contra todos los fetiches de la vida moderna, mientras esgrime a los cuatro vientos el nombre de pila del Creador. (Estos aforismos componen, según sus fervorosos lectores, una de las obras más sabrosas del pensamiento conservador del siglo XX). Finalmente, Gómez Dávila murió en Bogotá en 1994.
Sus primeros libros aparecieron en 1954 (Notas I) y 1959 (Textos I). Entre 1977 y 1992 se publicaron sucesivas series de fragmentos que constituyen los celebérrimos Escolios a un texto implícito. Pero solo a partir de 1987, año en que aparece la primera antología alemana, Gómez Dávila comenzó a ser reconocido, primero en Europa, y después en Colombia, como un pensador relevante. Siguieron entonces las monografías, los diccionarios filosóficos, el torrente de las ediciones italiana, francesa, otras varias alemanas y por fin, en el 2005, los seis tomos de las Obras completas oficiales en edición nacional. Y luego la gloria.
Inventario de bibliotecario
Es lugar común aquello de que nadie es profeta en su tierra. Y quién ignora que los grandes genios colombianos (en la eventualidad de que existan) la tienen difícil para ser celebrados como tal en una república enfrascada en nuestro infeliz saqueo y desfalco y cataclismo moral de cada día. No por ello deja de ser insólito que un oscuro aforista capitalino, quien jamás se preocupó por divulgar sus obras, y cuyos libros llevan títulos que recuerdan los inventarios de un bibliotecario, sea ensalzado por distinguidos intelectuales europeos –y al parecer en serio– como uno de los mayores genios del siglo pasado. Es lícito preguntarse a cuenta de qué, en el país de eminentes aforistas como Lichtenberg y Schopenhauer y Nietzsche, el catequístico Nicolás Gómez Dávila goza de tal notoriedad. Tres hipótesis.
Todo el mundo ama a un buen odioso. Y sin duda nuestro hombre fue uno. El crítico literario Jens Jessen afirma que Gómez Dávila es el único pensador contemporáneo que arremete contra tabúes aún existentes: contra la democracia, el liberalismo, el comunismo, el capitalismo, la alucinada adoración por el progreso, la tolerancia religiosa –y se podría añadir sin sorna: el homosexualismo, el Concilio Vaticano Segundo y la minifalda.
Ahora bien, aunque Gómez Dávila sea quizá el más reciente, no es desde luego el único autor que dedicó su existencia al insulto de los tiempos que corren y a la vindicación de los pretéritos. Una lista de buenos odiadores durante la historia del pensamiento contendría acaso tantos nombres como escolios los Escolios. Y tampoco es un acontecimiento peculiar la mezcla de desprecio por lo actual y rancio cristianismo que aquellos escolios propugnan –aunque se debe admitir que esta sí es una mezcolanza poco habitual en nuestros días.
Visto así, uno tiene la sensación de que el mérito principal de Gómez Dávila radica ante todo en encarnar una añeja actitud intelectual que reaparece de siglo en siglo, y que disfruta de muy buena reputación entre los pensadores más civilizados, pues los hace sentir parte de una casta de gente inteligente muy lúcida, muy profunda, muy especial. Se trata de aquella mil veces reencauchada actitud reaccionaria que condena el mundo moderno con todas sus rutinas vulgares y pervertidas, y suspira (o bufa, según el caso) por los buenos tiempos pasados.
El buen reaccionario
Es justamente esta palabra, “reaccionario”, la que los comentaristas alemanes repiten hasta el hartazgo para referirse a Gómez Dávila (él mismo solía definirse como uno). Y parece ser este talante antagonista frente a todo lo moderno, esta simpatía quejetas por las causas perdidas, lo que hace sus aforismos tan seductores. Los lamentos antipáticos de Gómez Dávila (Savater y Gutiérrez, blasfemos, han hablado sin más de “disparates”), sumados a su beligerante cristianismo (corrijo: a su catolicismo, pues el filósofo, como era de esperarse, censura también a los reformados), harán sentir posiblemente a cierto lector europeo ante una fraterna voz de otro milenio, que predica como un valiente anacoreta la reinstauración de un orden olvidado (que de ningún modo se puede identificar con algún estado paradisíaco precolombino o algo por el estilo). No en vano recuerda Mosebach que Gómez Dávila creía que la historia vivió sus tiempos dorados entre Constantino y Dante, y sostiene que los Escolios son, de hecho, los pensamientos de un europeo (un tanto nostálgico), que le habla al continente materno desde las colonias.
Una segunda razón, aducida por el filósofo italiano Franco Volpi, editor y divulgador universal de Gómez Dávila, es la calidad literaria de los escolios, y su capacidad de “ponernos a pensar”.
Lo primero es indiscutible: basta leer algunas sentencias de Gómez Dávila para comprender por fin que se trata de un magnífico estilista, calidad que se refleja bastante bien en las traducciones alemanas. Los oráculos de Gómez Dávila son en efecto elegantes latigazos verbales que, al menos en lo formal, nada tienen que envidiar a las máximas de los más conspicuos aforistas alemanes (o de Gracián, o de La Rochefoucauld, o de Cioran, etc.).
En cuanto a la capacidad de poner a pensar, la virtud de los buenos inventores de máximas es precisamente saber sonar ingeniosos en muy pocas palabras. Lo cual no implica que lo que sostienen deba ser en realidad clarividente. (A este respecto bien cabe recordar lo que Borges replicara a los amigos que le decían que los Pensamientos de Pascal les servían para pensar: “Ciertamente, no hay nada en el universo que no sirva de estímulo al pensamiento”.)
Quizá exista una última y sencilla razón. Llama la atención que, a diferencia de lo que sucede a menudo con ilustres compatriotas rockeros, automovilistas o premios Nobel, quienes en opinión de muchos europeos provienen de cualquier otro rincón del cosmos tropical, menos de Colombia, no hay artículo o contraportada que no ponga de relieve que Nicolás Gómez Dávila es un filósofo, un escritor, un genio, colombiano. Parecería como si ese epíteto, de inusual resonancia combinado con “pensador”, lo hiciera aún más llamativo, y diera la impresión de que los Escolios ofrecen algo distinto.
Si esta hipótesis del exotismo es cierta, se entendería por qué Till Kinzel, profesor de Literatura de la Universidad Técnica de Berlín (Gómez Dávila le habría dedicado un dardo exterminador), titula absurdamente uno de sus muchos artículos sobre al bogotano: “Nicolás Gómez Dávila: un guerrillero colombiano de la literatura”.
Por: Hernán D. Caro A
Publicado el: 2010-03-15 por Revista Arcadia

sábado, 18 de mayo de 2013

LA CIUDAD DESAPARECIDA


   

 
Reconstrucción virtual de la ciudad de Uruk Exposición sobre Uruk

Irak no es solo sinónimo de tragedia. Se cumplen cien años del descubrimiento de Uruk, la primera metrópolis de la historia, y el museo de Pérgamo en Berlín nos invita a imaginar el pasado.
En el desierto de Mesopotamia, entre los proverbiales ríos Tigris y Éufrates, a trescientos kilómetros al sur de la actual Bagdad, la capital de Irak, yace un mundo oculto entre la arena: Uruk, la primera gran ciudad de la historia. Para hacerse una idea de su importancia basta una comparación: cuando los arqueólogos del futuro excaven en mil, dos mil años, los restos de la Estatua de la Libertad, cuando hagan conjeturas sobre cuál era el tamaño de la descomunal torre del Centro de Comercio Internacional, cuando intenten calcular cuántas personas cabían sentadas en el Estadio Azteca, hablarán de las ciudades que alguna vez acogieron aquellas construcciones, de Nueva York, de Hong Kong, de Ciudad de México, y de su importancia social e industrial para su tiempo, del modo como hoy debemos hablar sobre Uruk.
 La historia de Uruk, a la cual el Museo de Pérgamo en Berlín dedica hasta inicios de septiembre la fascinante exposición “Uruk: 5000 años de la megaciudad”, se remonta hasta el cuarto milenio antes de Cristo. En ese entonces, varios asentamientos de campesinos y comerciantes sumerios del Éufrates se reunieron en un pequeño centro urbano que, con el paso de los siglos, se convertiría en el núcleo económico, religioso y cultural más importante de toda la región. En el año 3000 a.C., la cima de su florecimiento, Uruk ya tenía una superficie de 5.5 kilómetros cuadrados, estaba rodeada por una muralla de nueve kilómetros y contaba con una población de mínimo cincuenta mil personas, un número impresionante para una época en que Roma –que solo cientos de años más tarde llegaría a ser conocida como “La ciudad eterna”– era si acaso un tugurio de pescadores a orillas del río Tíber.
Las excavaciones en Uruk fueron iniciadas por la Sociedad Oriental Alemana hace justo cien años, en 1913. La exposición berlinesa conmemora este aniversario. A raíz de la difícil situación de seguridad en Irak tras la ocupación estadounidense en el 2003 y la caída de Saddam Hussein, las excavaciones están actualmente interrumpidas. Pero las ruinas de Uruk no han sufrido más daño que el causado por el paso de los milenios.
Es costumbre entre los habitantes de las grandes ciudades –y esto quizá desde que existen las ciudades– renegar de la vida urbana. En el siglo xviii el filósofo francés Rousseau escribió que la ciudad es “el abismo de la especie humana”. Y en el siglo pasado el célebre arquitecto Le Corbusier sostenía que las calles de las ciudades eran “impuras”, por lo que proponía echar abajo gran parte del centro de París. ¿Y, en fin, quién no ha soñado, después de pasar una hora de pie en un bus repleto de gente, con tener una “casita en el campo”?
Y sin embargo, para bien o para mal, y a pesar de sus ratas, su ruido, su sobrepoblación, su mal aire, su criminalidad, su vida anónima, fue en las ciudades, y más aún, gracias a las ciudades, que muchas de las estructuras sociales y económicas, los desarrollos arquitectónicos y gran parte de la vida cultural que hoy conocemos, surgieron por primera vez. Uruk es un buen ejemplo de ello.
La exposición en Berlín muestra cómo en la ciudad nacieron las estructuras que corresponden a un estado industrial moderno: jerarquías sociales, empleo masivo y producción en serie. La construcción de la muralla, del templo al dios del cielo An o de un gigantesco “zigurat”, monumento en forma de pirámide con escaleras, dedicado a la diosa sumeria del amor y la guerra, Inanna (y que inspiraría la leyenda bíblica de la Torre de Babel), hizo necesario inventar formas de mantener a miles de trabajadores. El trueque de cereales y lana por maderas de Siria, piedras preciosas de Arabia o cobre de los montes Zagros, entre los actuales Irán e Irak, obligó a los comerciantes de Uruk a marcar los productos y controlar cantidades. Así aparecieron sellos de piedra que dieron luego origen al uso de tablas de arcilla sobre las que se hacían marcas con un punzón: la escritura cuneiforme, acaso el primer sistema de escritura de la historia.
Justamente aquí se percibe con mayor claridad la importancia de la cultura sumeria. Hay tablas de arcilla cocida, halladas en Uruk, que registran raciones de cerveza para los trabajadores y cuánto cereal correspondía a los empleados de los templos. En una de ellas, del año 3000 a.C., están anotados a modo de diccionario cincuenta y ocho nombres usados para los cerdos. Las primeras palabras escritas no se referían a las hazañas de héroes ni cantaban himnos a los dioses. Eran inventarios sobre el comercio que tenía lugar en la ciudad.
Pero las cosas no terminan allí. Es también de esta ciudad antiquísima que surgió la famosa epopeya de Gilgamesh, una de las primeras manifestaciones literarias de que se tenga noticia, y que narra las aventuras de Gilgamesh, rey de Uruk, y su amigo Enkidu. Las primeras noticias de la existencia del poema provienen del año 2000 a.C., pero la versión estándar fue compuesta entre los años 1300 y 1000 a.C., cuando ya el florecimiento de Uruk pertenecía al pasado. Y sin embargo, en el poema resuenan la gloria y la dimensión cultural de la ciudad: en los viajes de Gilgamesh y Enkidu a la actual región del Líbano, correspondientes a las rutas comerciales de Uruk, en los intentos de la diosa Ishtar por seducir al rey y en el regreso de este a la ciudad tras la muerte de su amigo y tras su infructuosa búsqueda de la inmortalidad. Al ver de nuevo Uruk, Gilgamesh alaba el “trabajo duradero” con el que fue construido el gigantesco muro.
De la gran ciudad de Uruk hoy solo quedan ruinas que nos recuerdan, como supo Gilgamesh al final de sus viajes, que la única eternidad concedida a los hombres es la de crear murallas y templos impresionantes que contemplarán con asombro los arqueólogos del futuro.
Por: Hernán D. Caro* Berlín
Publicado el: 2013-05-17
Por: Revista Arcadia