domingo, 24 de noviembre de 2013

PREMIO CERVANTES


Elena Poniatowska y el pueblo

PREMIO La mexicana Elena Poniatowska recibió esta semana el Premio Cervantes, el galardón más importante de las letras hispánicas. Pocos autores han logrado captar la cultura popular mexicana como ella.

Elena Poniatowska y el pueblo.

Elena Poniatowska, la escritora emblemática de México, la que ha interpretado a los pobres y a los marginados, es una princesa polaca que nació en Paris en 1932. Su padre, el príncipe Jean E. Poniatowski, era familiar directo del último rey de Polonia y su madre, la mexicana Paula Amor, pertenecía a una familia de hacendados que perdieron sus tierras en la Revolución.

Es una mujer a la vez aristócrata de izquierda, elegante y sencilla, extranjera y arraigada. Los extremos y las paradojas, en su caso, le marcaron una enriquecedora distancia: nadie más mexicana que ella, pero también, nadie más crítica de su país que ella.

Huyendo de la Segunda Guerra Mundial, sus padres se radicaron en México: “Cuando llegué a México, era 1942, tenía diez años. Era un México muy cálido, muy ‘chaparrito’ (chiquito), lleno de gente dulce. El de ahora es un México grande, agresivo y cargado de vicios”, contó.

Años después, la enviaron a un internado religioso en Estados Unidos, pero ya había aprendido algo que sería fundamental en su carrera de periodista y escritora: la música del español popular que hablaba su niñera. Si hay algo que define su estilo es su capacidad para captar el lenguaje oral, la voz que es la esencia de los otros.

“Con el nombre de Elena Poniatowska, el Premio Cervantes honra a los miles de chismosos, indignados, desesperados y denunciantes que le han dicho algo. Ninguna bibliografía contiene en forma tan extensa la sinceridad ajena”, dijo Juan Villoro.

A los 21 años regresó a México. El futuro que la esperaba era el destino predecible de las mujeres de su generación: un matrimonio arreglado. Se rebeló contra eso y sin ninguna formación,  ni –todavía– pasión por la escritura –en el internado lo único que había aprendido era a rezar–, empezó a trabajar como reportera de sociales y, gracias a su oído sensible, a su capacidad de escuchar, llegó a convertirse en la gran entrevistadora de la intelectualidad y el mundo artístico: Max Aub, Rufino Tamayo, Renato Leduc, Silvia Pinal, Henry Moore, Álvaro Mutis, María Félix, Juan Rulfo y Fernand Braudel terminaron contándole sus secretos.

Y, sobrepasando el género de la entrevista, escribió retratos hablados que se convirtieron en libros sobre mujeres: Querido Diego, te abraza Quiela, sobre la primera esposa de Diego Rivera; Tinísima, sobre Tina Modotti, una fotógrafa italiana y Leonora, sobre la surrealista inglesa Leonora Carrington.

Obtuvo el primer reconocimiento –nada fácil en una cultura en la que las únicas escritoras reconocidas eran las muertas o las extranjeras– con Hasta no verte Jesús mío, la historia de Jesusa Palancares, una lavandera que combatió en la Revolución mexicana. Esta novela mostraba que los logros de ese movimiento estaban inflados y embellecidos y que  la injusticia y la pobreza, lejos de acabarse, se habían ahondado. 

Pero debe su consagración y prestigio definitivo a La noche de Tlatelolco, un reportaje conmovedor que, a la manera de  un mosaico de voces, recoge testimonios de las víctimas de la represión gubernamental al movimiento estudiantil de 1968. Otro libro notable es Nada, nadie, sobre las víctimas del terremoto que asoló a Ciudad de México en 1985: otra vez los desheredados, las voces del pueblo.


Elena Poniatowska también ha escrito ensayos, biografías, cuentos infantiles. Aparte del Premio Cervantes, ha recibido el Rómulo Gallegos y el Alfaguara por la novela La piel de cielo. Aunque a ella los premios no la desvelan –sabe que “la fama es un ratito”– y sigue pensando que “el mejor destino para mis libros es que estuvieran en el morral de los estudiantes”.

Tomado de la Revista Semana.com

lunes, 14 de octubre de 2013

UNA CANADIENSE PREMIO NOBEL DE LITERATURA


La canadiense Alice Munro gana el Premio Nobel de Literatura

Le dicen "la Chejov canadiense", en alusión al maestro ruso del realismo. 
Pero este jueves la escritora Alice Munro fue un paso más allá: se convirtió en la decimotercera mujer en recibir un Nobel de Literatura. La distinción recayó en la autora de 82 años por ser "una maestra del relato breve contemporáneo", según el anuncio hecho por Peter Englund, secretario permanente de la Academia Sueca.
Pero su elección no fue una sorpresa para el mundo literario.
La escritora, nacida en Wingham (Ontario), fue una de las pioneras del realismo moderno canadiense.
Su trabajo tiene un fuerte foco en los lugares y en lo interno, y varios críticos han elogiado su tratamiento simple y cotidiano de las complejas relaciones humanas. 
Su nombre se repitía entre los favoritos al Nobel hacía ya algunos años, especialmente luego de ganar el premio internacional Man Booker en 2009.
Su último libro fue la compilación de historias cortas "Mi vida querida", el cual salió a la venta a fines de 2012. Y tras la publicación, este año la autora anunció su retiro, hecho que habría agilizado la decisión de la Academia Sueca, según los expertos.
"Si no se lo hubieran dado antes de su muerte, creo que habría sido una terrible, terrible omisión", sentencia Will Gompertz, editor de cultura de la BBC.
Hoy cuenta con 14 libros publicados y su obra ha sido traducida a casi una veintena de idiomas.
Pueblerina y revolucionaria
Munro comenzó a escribir en su adolescencia. Su primera historia publicada fue "Las dimensiones de una sombra", en 1950.
Su primera colección de relatos cortos, "Danza de las sombras felices", publicado en 1968, le valió el Premio Gobernador General, el galardón literario más importante de Canadá.
Estas primeras historias captaron la diferencia entre sus propias experiencias al crecer en Wingham, una conservadora ciudad canadiense al oeste de Toronto, y su vida después de la revolución social de los años 1960.
En una entrevista en 2003, Munro describió la década de 1960 como "maravillosa".
"Habiendo nacido en 1931 yo era un poco vieja, pero no demasiado. Y después de un par de años, mujeres como yo estábamos usando minifaldas y caminando empavonadas", dijo.
Will Gompertz asegura que Munro ha estado "en lo más alto de la competencia desde que comenzó".
"Muy pocos escritores le hacen el peso", dice Gompertz, ya que la escritora de 82 años "llega al corazón de lo que es ser humano".
Nueve de sus libros han sido traducidos al español y próximamente saldrá a la venta "Mi vida querida".
El Nobel de Literatura
De los 110 ganadores del Premio Nobel de Literatura en 106 premiaciones, 13 han sido mujeres. De ellas, sólo una representante es Latinoamericana: la chilena Gabriela Mistral, quien fue galardonada en 1945.
La última mujer en ganar el premio fue la alemana Herta Mueller, quien obtuvo el Nobel en 2009.
El año pasado, la distinción recayó en el novelista chino Mo Yan, conocido en Occidente por su novela "Sorgo Rojo", que se centra en las dificultades de los campesinos en el comienzo del régimen comunista en China.
Presentado por la Fundación Nobel, el premio es otorgado al escritor vivo más prominente, quien recibe 8.000.000 de coronas suecas (alrededor de US$ 1.228.000).

Tomado de la Revista Arcadia

lunes, 23 de septiembre de 2013

Mi amigo Mutis, por Gabriel García Márquez



Prólogo del libro “La mansión de Araucaima: relato gótico de tierra caliente y otros” de Álvaro Mutis, en el que Gabriel García Márquez describe a uno de sus más cercanos amigos.

MI AMIGO MUTIS

Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta.

Alvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.

"Carajo", le dije derrotado."De modo que eras tú".

Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.

Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.

En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: "El señor obispo". En un restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Alvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.

Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.

Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: "Ahí tiene, para que aprenda". Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Alvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
"Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos", me gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado".

Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.

Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.

Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.

Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.

Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: "País de grandes ciclistas y cazadores". Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.

Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: "Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir". Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.

En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: "Ahora que sé que nunca conoceré Estambul".

Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Alvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.

De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:

"¡Pero qué está haciendo este pendejo!".

Estos exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macy's, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:

"No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va".

Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.

Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paqui-dérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su vida.

Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.

Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.

Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Alvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.

Gabriel García Márquez


Biblioteca Familiar Colombiana 
Presidencia de la República

Tomado de la Revista Semana


TEXTO EXTRAIDO
 DE http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/literatura/mansion/lmda7.htm

jueves, 29 de agosto de 2013

LUTHER KING, UN MARTIR DE LA JUSTICIA Y LA IGUALDAD


Luther King, el Gandhi afroamericano que hace 50 años 'tuvo un sueño'

La fuerza de su oratoria despertó la conciencia de todo un país.

La fuerza de su oratoria despertó la conciencia de un país. Se cumple medio siglo de su discurso.

La década de 1960 fue un tiempo de grandes transformaciones. Fue una época de sueños hechos realidad, como la llegada del hombre a la Luna, de utopías juveniles como el mayo francés o la primavera de Praga, pero también de pesadillas como el apartheid, la amenaza nuclear y la crisis de los misiles. Fue la década en que surgieron los hippies y el amor libre, la conciencia ecológica y la música de The Beatles, mientras la televisión se convertía en el medio de masas de la aldea global. En este escenario, se produjo esa extraordinaria cruzada a favor de los derechos civiles de los afroamericanos liderados por un pastor baptista que proclamaba la no violencia, y hablaba de sueños y tierras prometidas.

Martin Luther King (1929-1968) era en cierto modo un predestinado. Había nacido en Atlanta, Georgia, en el interior de una familia cristiana, y estuvo desde muy niño imbuido del espíritu religioso de esa iglesia negra sureña, de cánticos y sermones encendidos; sin embargo, también vivió en carne propia la maquinaria de la discriminación en la sociedad de Estados Unidos, donde el mundo había sido partido en dos, entre blancos y negros, entre privilegiados y excluidos.

En 1954, se hizo cargo de una iglesia baptista en Montgomery, Alabama, y ahí inició su prédica por los derechos civiles. Se puso a la cabeza de miles de afroamericanos que boicotearon el sistema de buses de la ciudad debido a un incidente que marcó un antes y un después en la lucha por la igualdad: el arresto de una mujer negra, Rosa Parks, quien se negó a ceder su asiento a un hombre blanco en el autobús, tal como lo mandaba la ley. Durante 382 días, hombres, mujeres y niños afroamericanos caminaron por las calles sin subir al transporte municipal, hasta que la ley segregacionista fue abolida, un triunfo que no estuvo exento de acciones represivas y de atentados contra la casa de Luther King y otros líderes de la resistencia.

A diferencia de personajes como Malcolm X o grupos como las Panteras Negras, que proponían la violencia, el ojo por ojo, como única respuesta a la discriminación, Luther King empleó otro tipo de fuerza: la resistencia pacífica. Y lo hizo siguiendo el modelo de Mahatma Gandhi: “Fue la figura que lo inspiró”, dice Mbare Ngom, profesor de la Universidad de Morgan, en Baltimore (Estados Unidos), quien el lunes pasado dio una charla sobre Luther King en el ICPNA de Miraflores, como parte de las actividades del Mes de la Historia Afroamericana. “Él supo estar ahí y galvanizar toda esa energía, toda esa cólera, llevándola por otro territorio, el de la no violencia. Esto jugó a su favor”, afirma el académico. “El país se horrorizó cuando vio cómo unos ciudadanos desarmados que solo querían marchar de una ciudad a otra eran golpeados por la policía con una fuerza desproporcionada, perseguidos con gases lacrimógenos y perros”.

“Todo esto despertó a mucha gente que no quería ver el problema de la segregación racial”, agrega Ngom. Un papel trascendental jugó la emergente televisión de los sesenta, que llevó las terribles imágenes a todos los hogares de la clase media estadounidense.

Para 1963, después de numerosos arrestos, atentados y asesinatos contra ciudadanos afroamericanos por parte de la policía y organizaciones extremistas, ya existía plena conciencia en amplios sectores de la sociedad y la política de Estados Unidos de que la discriminación racial debía llegar a su fin.

Fue entonces cuando Luther King encabezó la gran marcha por el trabajo y la libertad a Washington. En las afueras del Capitolio, ante 250 mil personas venidas de distintos estados, pronunció su célebre discurso “Tengo un sueño”. “Era un orfebre de la palabra. Su sueño significaba igualdad, inclusión y eliminación de la pobreza. Él quería ver al hijo del antiguo esclavo y al hijo del antiguo dueño de esclavos sentados juntos en la misma mesa de la hermandad”, afirma Mbare Ngom.

En 1964 le dieron el Premio Nobel de la Paz, pero nunca dejó de ser ese sencillo pastor baptista, hogareño y sensible a los problemas de su comunidad: “Era una persona generosa”.

“El día que lo asesinaron, cuando fue a apoyar a los trabajadores que recogían la basura en Memphis, no tenía que estar ahí, pues estaba enfermo y le habían recomendado quedarse en cama, pero cuando le dijeron que había personas que querían oírlo, se levantó y fue a verlas”, relata Ngom.

Como una premonición, le había dicho a la multitud en el Mason Temple: “He visto la tierra prometida, pero es posible que no llegue ahí con ustedes”.
Horas después, el 4 de abril de 1968, fue asesinado por un francotirador de un disparo en la cabeza. Tenía solo 39 años.

¿Conspiración?

Se ha escrito mucho sobre la muerte de Luther King, sobre si el autor confeso, James Earl Ray, fue el verdadero autor del disparo o si existía detrás una conspiración.

El profesor Ngom señala: “Al principio, hubo sospechas de que el FBI era parte de la conspiración, porque Ray primero confesó y más tarde se desdijo. Hasta ahora no se sabe si fue el acto de un individuo o de alguien que actuaba como parte de una conspiración. A mí no me sorprendería ninguna de las dos posibilidades”.

King por poco no incluye la frase ‘Tengo un sueño’

Clarence Jones estaba a 15 metros de su jefe, Martin Luther King Jr., en un día soleado de 1963 cuando King pronunció el discurso que cambiaría para siempre las relaciones raciales en Estados Unidos. Hoy, 50 años después, Jones recuerda que las palabras “tengo un sueño”, no estaban en el texto que King preparó y comenzó a leer ese día. De repente, King recuperó una frase que había usado antes con poco impacto, según Jones, abogado, confidente y escritor de discursos de King. El discurso fue pronunciado ante 250.000 personas que acudieron a Washington D.C. en una marcha a favor de los derechos civiles, en un momento en que era ilegal que negros y blancos se casaran en muchos estados, y unos meses después de que manifestantes en Alabama fueron atacados con perros de la policía y mangueras de incendios.

Jones contó que los primeros siete párrafos los leyó tal cómo él los escribió y “todo lo que dijo después fue espontáneo”.

Una pieza retórica de poderosos efectos

Uno de los más bellos discursos de la historia lo pronunció aquel líder integracionista negro que desde las gradas del Lincoln Memorial sacudió los cimientos de una nación. Era el 28 de agosto de 1963 y más de 250 mil personas se habían congregado para escuchar las palabras de Martin Luther King. La potente voz de King rugió desde las bases del monumento de Abraham Lincoln: “Hace cien años, un gran estadounidense, cuya simbólica sombra nos cobija hoy, firmó la Proclama de la Emancipación. Este trascendental decreto significó un gran rayo de luz y de esperanza para millones de esclavos negros, chamuscados en las llamas de una marchita injusticia”.

Procuró dar consolación a los asistentes: “Sé que algunos de ustedes han venido hasta aquí debido a grandes pruebas y tribulaciones. Algunos han llegado recién salidos de angostas celdas. Algunos de ustedes han llegado de sitios donde, en su búsqueda de libertad, han sido golpeados por la tormenta de la persecución y derribados por los vientos de la brutalidad policial”.

La pieza oratoria no hizo concesiones al agotamiento: “Estoy orgulloso de reunirme con ustedes hoy en la que será ante la historia la mayor manifestación por la libertad en la historia de nuestro país”.

No podría ser sino un discurso de reconciliación: “Hay algo que debo decir a mi gente que aguarda en el cálido umbral que conduce al palacio de la justicia. Debemos evitar cometer actos injustos en el proceso de obtener el lugar que por derecho nos corresponde. No busquemos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio”.

Luego dijo a toda voz: “Hoy les digo a ustedes que a pesar de las dificultades del momento, yo aún tengo un sueño. Es un sueño profundamente arraigado en el sueño americano”.

Se refería al sueño de la libertad y de las oportunidades, aquel que Thomas Jefferson plasmó en la Declaración de Independencia.

De allí la frase de King: “Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo: afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales”.

Desgarra, asimismo, el giro que toca en torno al futuro de sus hijos: “Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad. ¡Hoy tengo un sueño!”.

JORGE PAREDES LAOS Y RAÚL MENDOZA
Suplemento El Dominical
EL COMERCIO (Perú) GDA

*Con información de REUTERS

sábado, 17 de agosto de 2013

UNA LUCHADORA POR LA IGUALDAD DE GÉNERO



Emily Davison bajo el caballo real

Esta mujer ha sido catalogada como heroína y mártir, pero también como resentida y terrorista por sus métodos extremos para conseguir el voto femenino en Inglaterra. El centenario de su muerte vuelve a dar visibilidad a la batalla por la igualdad de género.

Emily Davison obtuvo excelentes calificaciones en Oxford, pero solo los hombres podían recibir diplomas.

Si algo caracteriza al Derby de Epsom en Inglaterra, la carrera de caballos más famosa del mundo, es su elegancia y estilo. No en vano cada año todos los asistentes se ponen sus mejores atuendos y las damas deslumbran con innovadores sombreros que causan sensación entre los camarógrafos. 

Sin embargo, en 1913 Emily Wilding Davison fue a la carrera y el evento se torno trágico cuando el caballo del  entonces rey Jorge V le pasó por encima a toda velocidad y las lesiones y fracturas que sufrió acabaron con su vida.

No se trató de un simple accidente, sino del máximo sacrificio de una activista que luchaba por el derecho al voto femenino a principios del siglo XX con un grupo de feministas conocidas como las suffragettes, lo que le mereció que unos la tildaran de loca y terrorista. Aún así, los más sensatos reconocieron el valor de sus acciones. 

Por eso hoy, cuando se acaban de cumplir 100 años de su muerte, muchos la recuerdan como una heroína y la siguen viendo como una inspiración para continuar con la batalla por hacer valer los derechos de las mujeres.

Davison no siempre se dedicó a promover  la igualdad de género. Durante la mayor parte de su vida adulta, la londinense nacida en 1872 se dedicó a la academia. Estudió Inglés en la Universidad de Oxford, todo un logro considerando que hasta hacía relativamente poco el plantel no admitía mujeres en sus aulas. 

Pero el reconocimiento seguía siendo insuficiente y como los títulos profesionales continuaban reservados para los hombres, a pesar de que ella obtuvo las mejores calificaciones y todos los honores que concedía la institución, no recibió un diploma al final. Tal vez eso despertó su pasión por empoderar a las mujeres, pues los movimientos feministas ya se hacían sentir en las universidades europeas.

Pero la joven tardaría unos años más antes de compenetrarse con el activismo. Tras su paso por Oxford fue profesora en colegios durante años y en 1906 se afilió al Sindicato Social y Político de Mujeres (WSPU por sus siglas en inglés). 

Allí conoció a Emmeline Pankhurst, fundadora del movimiento, y a otras reconocidas feministas cuyas ideas la influyeron rápidamente, especialmente las relacionadas con el derecho de las mujeres a votar. Su compromiso con las suffragettes fue tal que, tres años después de ingresar, la profesora renunció a su trabajo y se dedicó exclusivamente a promocionar la causa. 

“Emily entendió que había que ser determinado, muy organizado y enfocarse en una sola cosa para que la campaña tuviera éxito. Por eso atrajo tanto a mujeres como a hombres al movimiento y logró darle tanta visibilidad”, dijo a SEMANA Diane Atkinson, reconocida historiadora británica que ha escrito ampliamente sobre las suffragettes. 

En efecto, Davison se tomó muy en serio el lema de WSPU –“Hechos, no palabras”– y recurrió a los métodos más extremos para publicitar la causa. Por ejemplo, una vez atacó a un hombre que confundió con el ministro de Hacienda de la época y en otra ocasión le lanzó piedras al carruaje en que este se desplazaba. También prendió fuego e hizo explotar bombas en un par de edificios vacíos como señal de protesta.

En la medida en que Davison se tornaba más radical, Pankhurst y sus seguidoras se distanciaron de ella, pues no querían que las asociaran con la mujer que en la época tildaron de loca, amargada y terrorista. Esas prácticas, por supuesto, metieron a la activista en muchos problemas. No solo la encarcelaron varias veces, sino que en la prisión fue torturada. En respuesta, ella inició una huelga de hambre, pero los guardias la sometieron a alimentación forzada, lo que le causó traumas que no superaría jamás. Ese trato generó una conciencia de lucha más extrema que se reflejó en sus escritos y acciones. 

“Sus apuntes hablan constantemente de sacrificio y de dar la vida por la causa. De hecho, cuando estaba en la cárcel se lanzó de un balcón”, dijo a esta revista Lucy Fisher, autora de La suffragette que murió por los derechos de la mujer, una biografía de Davison. Atkinson coincide con ella, por lo que llama a la feminista “la primera kamikaze del Reino Unido, pues escribía sobre el martirio y planeaba sus acciones de manera casi ritual”.

Esa puede ser la razón por la que Davison tuvo el valor de lanzarse a la pista en el Derby de Epsom de 1913. Además, que la hubiera arrollado el caballo del rey fue aún más significativo. Los historiadores todavía no se ponen de acuerdo en si la mujer realmente quería morir o si fue un accidente y solo buscaba interrumpir la carrera. Pero lo cierto es que su muerte, capturada en video, le dio mucha más visibilidad a la batalla por el voto femenino que finalmente se aprobó en 1918 para las mayores de 30 años y luego se ajustó a 21. 

Desde entonces, las mujeres alrededor del mundo han ganado más espacios, pero aún falta mucho camino por recorrer. Por eso el ejemplo de determinación de la suffragette todavía inspira a miles que luchan por ver el día en que no tengan que sacrificarse para hacer valer sus derechos. 

Tomado de la Revista Arcadia.



viernes, 5 de julio de 2013

KAFKA, UN MISTERIO LITERARIO

.Literatura

La literatura de Franz Kafka es peculiar, ambigua y de difícil acceso. Sin embargo, el estilo kafkiano nunca dejó de ser actual, ni siquiera ahora, cuando se cumplen 130 años de su nacimiento.
La literatura de Franz Kafka es peculiar, ambigua y de difícil acceso. Sin embargo, el estilo kafkiano nunca dejó de ser actual, ni siquiera ahora, al cumplirse 130 años de su nacimiento.

La metamorfosis, de 1912, quizá sea el relato más famoso de Kafka. La historia del joven Gregorio Samsa, que un día amanece convertido en un enorme insecto, es un texto inquietante y escalofriante sobre la vulnerabilidad del hombre y su posición precaria en el mundo, que, de la noche a la mañana, lo convierte en una persona marginada.

El poder del texto

Pero, ¿por qué Kafka decidió contar su historia de forma tan enigmática? ¿No la pudo haber escrito de forma más “realista” o “creíble”? Muchos de sus lectores contemporáneos se llegaron a molestar con el carácter misterioso de su literatura, lo cual, en vida, le impidió ser reconocido por un público amplio.

El germanista Thomas Anz, de la Universidad de Marburgo, lo describe como un grandioso poeta de lo absurdo. El experto cree que la literatura cerrada y enigmática de Kafka es un reflejo de lo absurdamente enmarañado de las autoridades, de los superiores y, sobre todo, de las instancias estatales a las que se enfrentan sus figuras.

En libros como El proceso o La colonia penitenciaria, el autor describe la impotencia del individuo ante un poder anónimo. A este tipo de situación de desamparo, una experiencia central de la sociedad moderna de masas, se la conoce como “kafkiana”.

El terror de la modernidad

Según el germanista Michael Braun, director del departamento de literatura de la Fundación Konrad Adenauer, los textos de Kafka expresan el nerviosismo de su tiempo ante el fenómeno de la modernización. El crecimiento de las ciudades, nuevos medios de transporte como el ferrocarril y el automóvil, nuevas técnicas de producción y un Estado hipertrofiado preocupaban a las personas. Braun asegura que esa inquietud aún se puede observar hoy en día.

“Por eso, Kafka muchas veces es considerado como un profeta: una persona que, alrededor del año de 1900, anticipó lo que a partir de mediados del siglo XX se volvió realidad, como el hombre que es controlado constantemente, pero también el hombre torturado, dice Braun y agrega que el libro “La colonia penitenciaria” de Kafka, por ejemplo, tiene muchas similitudes con la realidad en la cárcel de Guantánamo.

Una ambigüedad atractiva

Michael Braun explica que, además, la ambigüedad de su literatura resulta de su identidad polifacética, que, en sí misma, ya era un fenómeno de la modernidad. “Kafka fue judío, abogado y autor. Venía de Praga, era checo y alemán. No será posible encontrar una identidad clara de Kafka en medio de todo este caos de identidades”. Sin embargo, añade Braun, “precisamente eso es lo que hace tan atractiva a la literatura de Kafka”.

Por: Kersten Knipp DW
Publicado el: 2013-07-03
Tomado de la Revista Semana.com.co

Franz Kafka: la gloria después de la muerte
Por Antonio Paz, periodista de Semana.com
'La Metamorfosis', obra del escritor checo, se convirtió en una joya de la literatura universal y catapultó al autor como referente de escritores actuales.

 “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto". Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo...” Así comienza La Metamorfosis, la obra insignia del escritor checo Franz Kafka.

Debido a las diferentes divisiones europeas, Kafka nació dentro de los límites del imperio austrohúngaro, al final de sus días era de nacionalidad checoslovaca y si aún viviera simplemente sería una ciudadano de República Checa.

Escribió sus obras en alemán y tenían como principal característica el pesimismo. Fue autor de tres novelas, El proceso, El castillo y El desaparecido, pero el reconocimiento mundial (adquirido en gran medida después de muerto) lo obtuvo con su novela corta, La metamorfosis.

Hoy Google destaca en su ‘doodle’ el aniversario número 130 del nacimiento del escritor europeo, que se convirtió en uno de los personajes más influyentes en la literatura universal. Además de sus novelas, Kafka es autor de un gran número de relatos cortos y escritos autobiográficos.

Su estilo literario lo ubica en la filosofía artística del existencialismo y del expresionismo y muchos autores destacan el contenido psicológico de sus obras a pesar de que era abogado de profesión.

Vida difícil

Hijo de padres judíos, Franz Kafka nació el 3 de julio de 1883 y murió a los 40 años el 3 de junio de 1924, varios años antes de que ocurriera el holocausto nazi en el que murieron sus hermanas.

Algunos de los autores que inspiraron sus escritos fueron Dickens, Flaubert, Cervantes y Goethe. En gran medida se le atribuye su pesimismo y tristeza a la hora de escribir a la muerte de sus hermanos Georg y Heinrich, que fallecieron a los pocos meses de nacidos. Kafka se sentía culpable por los decesos ya que los atribuía a los enormes celos que sentía por la atención que sus padres les prestaban a los nuevos integrantes de la familia.

Además de sus sentimientos de culpa, la difícil relación con su padre lo motivó a escribir La carta, texto que solo se publicó después del fallecimiento de Franz, el cual es un relato dramático en el que el autor narraba su tortuosa vida familiar y en el cual le hacía un fuerte reclamo a su progenitor.

Entre 1913 y 1917 mantuvo una relación difícil con Felice Bauer, lo que dio origen a una correspondencia de más de 500 cartas y un intento de boda que no logró concretarse. En 1917 procuró una reconciliación y organizó nuevamente una boda, que nunca prosperó. 

Por eso, el amor tampoco fue uno de sus aliados, lo que sumado a su difícil vida familiar hizo que sus relatos se cargaran de mayor melancolía. 

Kafka sufrió toda su vida de problemas respiratorios, por lo que llegó a pasar meses internado en hospitales, sin embargo en la navidad de 1923 una pulmonía lo postró en cama y finalmente una complicación con una tuberculosis acabó con su vida a tan solo un mes de cumplir los 41 años.

Su amigo Max Brod publicó los manuscritos del checo aunque el escritor le había pedido que los destruyera luego de su muerte. Su última compañera, Dora Diamant, quien lo vinculó nuevamente con el judaísmo no publicó los escritos que tenía en su poder  pero sí conservó ocultos 20 cuadernos y 35 cartas, que fueron revelados por la Gestapo  cuando los confiscó en 1933.

Años después de su fallecimiento, Kafka empezó a llamar la atención de lectores internacionales y actualmente es un referente obligado de la literatura universal.

Aún hoy se buscan por todo el mundo otros papeles desaparecidos de Franz Kafka, el escritor que vio la gloria después de la muerte.