miércoles, 12 de octubre de 2011

Juan Gossaín cuenta la historia de los primeros hombres que pisaron "oficialmente" América.

Periodista y escritor colombiano.


Eran 120 hombres, piojosos y hambrientos, "que más parecían almas en pena": los primeros europeos en llegar a suelo americano, hace 519 años.

Las tres carabelas eran dos y Martín Alonso Pinzón no fue el primero que divisó tierra. Las carabelas propiamente dichas eran La Pinta y La Niña, las dos primeras naves de aquella expedición en que viajaban 120 tripulantes piojosos y hambrientos, que más parecían almas en pena. La última no era un clásico velero de tres mástiles, mucho más grande y menos rápido que una carabela.

Como si no fuera suficiente, tampoco es verdad que esa tercera embarcación tuviera por nombre Santamaría. El 3 de agosto de 1492, día en que zarparon de España rumbo a la gloria, para cumplir una epopeya digna de la mitología griega, el buque se llamaba María Galante; así aparece registrado en los archivos de la época, que se conservan en Sevilla. Fue el propio Colón, cuando empezaron las terribles penurias del viaje, el que lo rebautizó en busca de la protección divina de la Virgen Santísima.


A mar abierto


Han pasado más de dos meses desde que partieron de Palos de Moguer, un pueblo de navegantes, minas rústicas de carbón y pescadores artesanales, perdido en la desembocadura del río Tinto. Para ser exactos, llevan 62 días de sufrimientos a mar abierto. No han visto más que agua y cielo. Ni un pájaro siquiera. Algunos han enfermado de tuberculosis.


Los tormentos son interminables. El hambre es tan agobiante que un sargento de grumetes, Sebastián de Ecija, escribe en su propio cuaderno de bitácora que tuvo que comerse las tiras deshilachadas de su pantalón de lona, aliñadas con agua de sal, para engañar el estómago. En medio de las desgracias se permite una pizca de humor. "El pantalón sabe a carne de cordero", anota en sus memorias. Son españoles: tienen un sentido trágico pero también cómico de la vida.

La semana pasada no aguantaron más. Se amotinaron.
Enloquecidos por la desesperación, acusan a Colón de haberlos embarcado en una aventura sin destino. Estuvieron a punto de lincharlo.

El almirante, que hoy se levantó temprano, como todos los días, camina pensativo por la cubierta de La Pinta, que encabeza la caravana porque es la nave del almirante. No sabe si podrá resistir la próxima sublevación. Acaba de cumplir 41 años y es un hombre de pocas palabras, que parece encerrado en sí mismo. Nadie puede decir que lo ha visto sonreír. En las últimas semanas ha envejecido y ahora tiene cara de apesadumbrada anciana.


Hoy es viernes. Viernes 12 de octubre de 1492. Amanece. No hay viento. La mar océana, como a él le gusta llamarla, está en calma.

El mundo parece que se hubiera quedado quieto. El primer sol del día se alza muy pálido, en la parte más lejana del horizonte, porque estamos en la temporada lluviosa de este paraje que algún día se llamará Caribe.


Poco después de las 6 de la mañana, el almirante ve pasar a la derecha de su navío un puñado de algas podridas que flotan sobre la cresta del oleaje. No eran muchas, pero un navegante encallecido sabe lo que significan. Da un salto de emoción.

Regresa a su camarote y escribe en el diario: "Plantas y raíces a estribor. Si hay vegetación, tiene que haber tierra. Estamos muy cerca".


Rodrigo de Triana ha estado de turno toda la noche en la meseta del vigía, que queda en la parte más alta del palo mayor. Ahora, mientras termina de clarear la mañana, descabeza un sueño atrasado durmiendo a pedazos.


De súbito, aquel centinela flaco y de baja estatura, que tiene un ojo torcido y que ha sido marino de ocasión, estibador sin trabajo y asaltante nocturno en las calles de Huelva, cree ver dos siluetas pequeñas que bailan entre la bruma. Teme que el hambre lo esté haciendo alucinar.


Por si las moscas, Triana afila su ojo bueno. Revisa con cuidado. Allí están, retozando, a veinte metros de su cara, dos gaviotas de cabeza negra, pájaros madrugadores. Vuelan hacia el occidente, aguas afuera. El vigía hace una conjetura de marino, equivalente a la que escribió Colón: "Si hay pájaros, hay tierra".

En sus escabrosas noches de taberna, de regreso a España, Triana relataría a los parroquianos lo que sintió en ese momento.

Dice que lo primero que hizo fue levantarse del puesto de vigilancia y seguir con la mirada el recorrido de las gaviotas. Vio una palma de coco en una playa que parecía ennegrecida por los aguaceros recientes. Empezó a temblar. Y entonces, con ambas manos alrededor de los labios, para hacer una bocina, pegó aquel grito que habría de cambiar para siempre la historia humana:


-¡Tierraaaaaaaaa! ¡Tierra a la vista!


(No fueron dos los ojos que primero la vieron, sino uno solo, el ojo bueno de Rodrigo de Triana, el que avistó a América.)


Tan fuerte y agudo chillido del vigilante despertó a todo el mundo. No pudo darlo por segunda vez, como era su propósito, pues se quedó afónico. La garganta le ardía. La roñosa carabela se llenó de correndillas y alegría.


Los mismos tripulantes que hace una semana intentaron ajusticiar a Colón tirándolo al mar, ahora quieren alzarlo en hombros, como un triunfador. El italiano, tan discreto toda su vida, se niega con palabras de buena crianza a recibir semejante homenaje.


-Primero lo primero -dice a sus hombres, y se aparta de ellos.


Va a la parte delantera de la proa; levanta con la mano derecha el estandarte de los reyes católicos, que le financiaron la odisea; se hinca de rodillas sobre las tablas ruinosas de la cubierta y se echa la señal de la cruz. Luego, ve una guacamaya de doscientos cincuenta colores que lo mira desde la arboleda.

El primer baño de mar


Colón impuso su autoridad en medio de la algarabía. Ordenó que primero bajaran a tierra los tres capitanes de las embarcaciones, el escribano Escobedo, que sería el encargado de levantar el acta oficial, y él mismo. Así se hizo. Luego saltaron los tripulantes.
Aquella chusma feroz, compuesta en su inmensa mayoría por truhanes de cantina, presidiarios, náufragos de la vida, gente sin futuro, se lanzó frenética al agua fresca. Reían y lloraban, se hacían bromas. Hoy, cualquiera los habría tomado por un enjambre de escolares inocentes que se divertían en vacaciones. Habían llegado a lo que se conoce como el archipiélago de las Bahamas.

Al contrario de lo que suele pensarse, Cristóbal Colón no fue un aventurero afortunado, sino un admirable navegante que había trabajado para los grandes mercaderes de Génova, su ciudad natal. Padeció varios naufragios y escapó de la persecución de los piratas, cuando resolvió que quería ponerse a estudiar. En la universidad de Coimbra, en Portugal, aprendió en profundidad cartografía, altas matemáticas y astronomía.


Siendo ya un hombre ilustrado, se unió a la tesis del sabio Toscanelli, quien sostenía que la Tierra era redonda. En consecuencia, decía Colón, si uno navega siempre hacia el occidente, sin necesidad de darle la vuelta al mundo por el sur de África, llegará más rápido a la India, donde hace quinientos años se amontonaban el comercio y la riqueza.


En pocas palabras: Colón no salió de España a buscar un mundo nuevo, del que nadie tenía noticia, sino a buscar un camino nuevo para llegar al mundo viejo. Fue su tenacidad la que le permitió encontrar lo que no andaba buscando.

'De fermosos cuerpos'


Empieza a reunirse en la playa mucha gente de aquella isla pedregosa, a la que los nativos llamaban Guanahaní y que el almirante bautizaría de inmediato como San Salvador. Colón era, además, un estupendo narrador, como lo demuestra su diario:

"Les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo. Venían nadando adonde nosotros estábamos y nos traían guacamayas o hilo de algodón en ovillos, que les cambiábamos por cascabeles".

Es falsa la leyenda de que el almirante encontró aquí unos indiecitos enjutos y de baja estatura. Fue exactamente al revés, según su propio testimonio: "Eran todos jóvenes, que ninguno vi de más de 30 años. Muy bien hechos, de fermosos cuerpos, altos y fuertes. Andan todos desnudos, como su madre los parió, y también las mujeres, pero no vi más que una buenamoza".

Epílogo

Ni él mismo supo en vida el verdadero alcance de su hazaña: murió catorce años después de aquella mañana, en 1506, a los 55 años, convencido de que había llegado a territorio asiático por un camino más corto, como era su propósito.

Lo persiguió la infamia, lo metieron en la cárcel, le regatearon sus derechos, fue abandonado por todos, incluido su hijo Diego, un zángano que vivió de la gloria de su padre.


En el mundo que él descubrió existe una sola nación que lleva su nombre. Se llama Colombia, que es como debería llamarse el continente entero.

lunes, 10 de enero de 2011

Sólo para locos - Fernando Araújo Vélez

Hermann Hesse, escritor suizo de origen alemán, autor de El Lobo Estepario, El Juego de Abalorios,entre otros. Premio Nobel de literatura 1946

Sólo para locos
Por: Fernando Araújo Vélez / faraujo@elespectador.com

Por ser un artículo muy bien escrito y además con un tema que permite a mis alumnos, comprender la trascendencia de un formidable escritor, me permito publicar el presente ensayo de Fernando Araújo Vélez, periodista colombiano quién escribe en el periódico El Espectador de la ciudad de Bogotá.

El escritor alemán, nacido en 1877 en Calw, premio Nobel de Literatura en 1946 y fallecido en 1962, influyó como pocos en la generación de los 60, que 50 años atrás comenzaba a transformar al mundo.

Ya antes, muchos años antes de que el absurdo lo tocara en el hombro, lo condenara por enamorar y corromper a una menor y lo llevara a prisión, Hermann Hesse había conocido el lado oscuro de los humanos, primero en la escuela, con las reiteradas mentiras de los profesores, y luego, cuando lo señalaron y denunciaron como apátrida después de haber escrito una especie de manifiesto contra la guerra de 1914 en la que Alemania se había enfrascado. Por aquel entonces ya era una celebridad, un escritor aplaudido con una obra publicada, Peter Camenzind, e incluso había quienes lo llamaban poeta, como él se lo había propuesto en plena adolescencia con un dolor casi que incurable, pues el mundo podía amar a los poetas, decía, pero jamás aceptaba el camino que debía recorrer el poeta. No había escuelas ni experiencias que lo llevaran a la poesía, aunque fuera un honor tocar sus bordes.


A los 13 años Hesse sintió miles de abismos entre su deseo y la realidad. Todo era incierto. Nada de lo que alguna vez había tenido valor seguía en pie, porque los profesores le habían mentido, porque los adultos lo habían ridiculizado, porque las eminencias adoraban a los héroes, pero no consentían que hubiera alguno en proceso de serlo. Él rompió con todo y con todos. Lo desterraron de la escuela, lo enviaron a un seminario teológico, lo expulsaron de allí y luego de otra escuela, lo mandaron unos días a prisión, lo castigaron. Terminó como vendedor en una tienda de abarrotes. Luego fue ayudante de talleres y aprendiz de relojero. Deambuló, se emborrachó, escribió, intentó colgarse de una soga, hasta que se encontró en la casa de su padre con la enorme biblioteca de su abuelo. Allí, entre la poesía y la filosofía alemanas de los siglos XVIII y XIX, entre Nietzsche, Schopenhauer, Novalis, Höllderling, Goethe y cientos más se sumergió durante cuatro años.


Cuando salió de su encierro trabajó como librero y se enamoró de los nuevos libros, en sus palabras, de los novísimos libros, pero se cansó del sinsentido, de lo moderno por lo moderno, de las modas por las modas, de las irreverencias sin fondo, y volvió a lo viejo, y escribió sobre lo nuevo y su relación con lo viejo y ahondó en los inmortales y se llenó de obsesiones que luego, muy luego, fue plasmando en Demian, en El lobo estepario, en Siddharta y en El juego de los abalorios, porque sus obsesiones eran él en lo más profundo de su ser, y él era sus obsesiones, fue sus obsesiones. Entonces llegaron el éxito, un matrimonio esquizofrénico, su declaración en contra de la guerra que los círculos nacionalistas tomaron como contra Alemania y su huida a Suiza. En Berna vivió la guerra, pero desde la diplomacia. Fue espiado, observado e interrogado. Fue sospechoso y sin embargo, como él mismo lo confesaría, “Todo se me escapó”.


Terminada la guerra comprendió. “La guerra, la sed de sangre del mundo, toda su frivolidad, todo su brutal afán de placer, toda su cobardía renacieron en mi alma. Era un caos al que me asomaba con la esperanza, a veces ardiente, a veces apagada, de encontrar tras él la Naturaleza, la Inocencia”. Sus amigos, sus antiguos amigos, lo abandonaron. Le recriminaron su amargura, porque hubo un tiempo, decían y se decían, en el que Hesse era simpático, y su poesía y sus textos, hermosos, armónicos. Todo enterrado, todo pretérito. Después de la guerra Hesse fue otro. Se retiró del mundo, de la poesía, de la historia y la filosofía, de sus inmortales. Bebió. Fumó. Maldijo y se maldijo y se extravió por callejuelas y bares oscuros y mortales, como lo haría Harry Haller en El lobo estepario 10 años más tarde. Entre delirio y delirio descubrió la pintura. “Pintar es maravilloso, le hace a uno más alegre, más comprensivo”, decía. Con la pintura, gracias a la pintura, volvió a escribir.


En 1920 publicó Demian, el recorrido por la vida de un muchacho llamado Emil Sinclair, quien deambulaba entre el calor de su casa, la seguridad de Dios y la tranquilidad de la escuela, y la calle, la noche, los pecados, lo desconocido. “Quien quiera nacer tiene que romper un mundo”, solía decirle Demian a Sinclair, que temblaba ante las sentencias de su amigo y sufría con la sola idea de matar a Dios. Tres años más tarde surgió Siddharta, el retorno de Hesse al mundo espiritual de la India que conoció en 1901, poco después de cumplir veinticuatro años. En 1927 se bautizó como Harry Haller y se metió en un libro que tituló El lobo estepario, un ermitaño citadino que buscaba entre los inmortales su razón de ser, hasta que por cualquier callejón, cualquier transeúnte le entregó una tarjeta con una invitación que era “Sólo para locos”. Él la tomó y aceptó la cita. Era para un Teatro Mágico que debía cambiar, y cambió, su percepción de la vida.


Hermann Hesse ingresó por las puertas de su Teatro Mágico y se quedó allí, después de estudiar largos años de música y de comprender que jamás podría componer la ópera que quería, una pieza que juntara la magia, la música y el drama. Ya Mozart había creado La flauta mágica. Entonces se quedó con su magia. “Nada me causaba tanto placer, aunque, he de confesarlo, muchas veces traspasaba el tierno jardín de la magia blanca, y la viva llama que ardía en mi ser me llevaba alguna que otra vez al otro lado, al de la magia negra”. Se quedó con su magia y fue condenado por su magia. Una mujer lo acusó de seducción indebida por medio de artes ocultas. Hesse fue sentenciado y fue a dar a prisión. Pidió unos pinceles y acuarelas y pintó. Pintó su vida y todo aquello que lo había hecho feliz. Pintó ríos, montañas, nubes, flores, el mar y un tren que iba hacia la montaña.


Un día, viernes o martes, sus guardianes fueron a buscarlo para un interrogatorio más. Se sintió asqueado, manoseado, despreciado, y decidió ponerle el punto final a aquella historia. “Si no se me permitía, sin ser molestado, seguir con mi inocente arte, no había por qué emplear otro menos cándido, al que en otro tiempo había dedicado tanta atención. Sin la magia el mundo no podía soportarse”. Recordó una fórmula china y aguantó la respiración un minuto para despercudirse de La Realidad, que siempre fue lo único que jamás pudo aceptar. Entonces se encogió, dijo. Uno, cinco, diez, cincuenta centímetros y un metro y otros tantos centímetros, saltó, se metió en su cuadro, se subió al tren y desapareció.


MALDIJO Y SE MALDIJO Y SE EXTRAVIÓ POR CALLEJUELAS Y BARES OSCUROS Y MORTALES, COMO LO HARÍA HARRY HALLER EN ‘EL LOBO ESTEPARIO’ 10 AÑOS MÁS TARDE.